viernes, 10 de mayo de 2013

Para que mijo se cure

Rafael Durian
Crónica Ácida

Siempre que se acerca esta fecha tan esperada por algunos y tan sentimental para otros, lo primero que mi mente redirecciona es el melodrama estelarizado por Evita Muñoz “Chachita”, que lleva de título “Día de las Madres”, un peliculón que retrata la vida de la abnegada madre clasemediera que se desvive por sus hijos, así éstos sean hijos suyos o unos hijos de la tostada. Para la mayoría que nos tocó disfrutar el siglo pasado, la Madre, refiriéndose a la progenitora, era la educadora y aquel vínculo que pasaba a hacer de un escuincle a un hombre de bien con la paciencia, rigor, esperanza y prudencia de una sociedad excluyente.
En la casa que habité de niño con mis padres, la educación la inició mi madre y la terminó la televisión. Debe ser por eso que siempre recuerdo el imperdible filme mexicano por delante de los grandes momentos que pasé junto a mamá, la manera encantadora en que protegió mi niñez y la alejó de preocupaciones para que disfrutara completamente de lo que era ser niño.
Recuerdo cuando ella, al platicar con amigas o familiares, me mandaba por un taza de té de “tenmeaquí” o hablaba en lo que yo creía eran mensajes cifrados, que sólo ellos entendían, y tiempo después resultaron llamarse refranes y dichos.
Todo esto, con el fin de que sólo el tiempo y la edad explicaran la infinidad de dificultades que la vida trae consigo, costumbre ya olvidada por padres y madres que confunden a sus niños con confidentes o muebles al ventilar sus problemáticas, chismes y opiniones. Así que por este medio, a manera de reconocimiento a las madres y a todas sus versiones, déjeme platicar algo:
El momento más crudo que recuerdo de un 10 de Mayo transcurrió en la casa aledaña a una ruidosa fiesta a la que nuestra familia acudía.
La vecina, una señora de edad avanzada y aún muy fuerte, me pidió que la ayudara a llevar a su hijo a solo a dos cuadras del lugar. El vástago en cuestión, hombre de aproximados 50 años, completamente alcoholizado, “pedía a gritos” ser llevado a uno de estos asilos AA.
El señor iba expresando cosas a veces lúcidas y algunas otras incoherentes en un camino algo violento, retando a cuanta persona se le pusiera enfrente. También recordaba a sus antiguas esposas, de quienes contaba bailaban. Se divertía al platicar sobre algunas de ellas y tarareaba o cantaba canciones tropicales que desentonaban con la mirada firme y al suelo de su “Jefa”, como él le decía.
Mientras, él pedía que llamara a sus nietos, y de cada uno le decía el nombre. Ella replicaba que ellos no querían saber nada de él y que el mayor, que es Licenciado, anda por cambiarse el apellido. El hombre se siente orgulloso de él.
Al estar a casi cinco casas del “Grupo”, pide perdón a su madre, se hinca y besa sus manos. Ella sólo exclama: “ya no llores mijo y deja de tomar, ¿qué no ves que ya estas bien “gordito”? Yo, al borde del llanto por tal escena, continuo el paso de la señora y conduzco al hombre a la entrada del Anexo. Después de tocar muy fuerte, un tipo con chanclas sale, nos pregunta si llevábamos rato ahí. Nos dice que todos están “adentro”.
Al pasar, la escena fue peor... todos los “compas” comparten los alimentos con sus familias. Viejitas destapan pequeñas ollas y viandas. Voltean tortillas y quitan el papel aluminio de unos “tuppers”. El olor a pollo rostizado, tamales y chicharrones recorre todo el largo pasillo por donde cruzamos. Un enorme silencio invade el salón y a lo lejos se escuchaba a Yuri cantando.
Ante todas las miradas sobre los recién llegados, la señora no aguanta más y se desploma. Los señores recluidos toman al hombre de cada lado. Uno de ellos me dice que vaya con mi abuela, y mientras lo llevan rápidamente a un cuarto con un poco de resistencia.
La señora come desesperadamente un bolillo y posteriormente un vaso de Titán de piña. Pasa a la oficina y yo espero afuera. Al salir, la acompaño a su casa y me vino contando del clima, de la calle empedrada y de los perros de la zona. Al despedirme, la abracé como si nunca la fuera a volver a ver y puse en su mandil dos billetes de cien pesos, lo único que traía. Ella se alegró mucho y me dijo: “ahorita voy a pagar en el Anexo lo que falta, para que mijo se cure” y la viejecita se alejó “corriendo despacito”.