Rafael Durian
Crónica Ácida
Era una tarde/noche de viernes en la cual mi trabajo no me dejaba regresar a casa temprano; y es que a pesar de que siempre pienso dedicar a mi familia más tiempo, muy pocas veces llego a estar completamente con ellos. Ese mismo día, me fue imposible regresar a comer, pero entonces mi cita para la cena era prioritaria.
Una vez que la orden fue dada, emprendí el camino de regreso. Una enorme fila en la avenida Enríquez me hacía dar cuenta que el paso de taxis y vehículos particulares era limitado.
Aburrido de esperar, comencé a caminar hacia el origen del tráfico… Era fin de semana y quincena, cerca de la media noche, cuando el centro de la ciudad de Xalapa se vestía de luces rojas, azules y amarillas. Los edificios históricos del primer cuadro, teñidos por los faros de las torretas de grúas-plataformas, ambulancias y patrullas que flanqueaban el amplio operativo del alcoholímetro.
En primer plano, las plataformas de empresas varias se acomodaban alrededor de la plaza Lerdo mientras personal médico, vistiendo batas blancas, se revolvía como moros con cristianos con los oscuros uniformes de los oficiales de la secretaría de seguridad pública, quien reducía los tres carriles de dicha avenida a uno mientras detenía a cada conductor para hacerles una sola pregunta con el dispositivo en mano: “¿Diga su nombre?”
Alrededor de algunos vehículos detenidos, de personas atendidas en ambulancias y otras retirando papeles polarizantes de los vidrios de su vehículo, descubrí una sola cara amiga, el rostro del doctor Musquis, encargado de dicho operativo y amigo de hace mucho tiempo de un servidor. Después de saludarlo no pudo reservar un comentario que era obvio en ese momento: la mayor parte de detenidos son jóvenes.
Algo lamentable en ese momento fue cuando, al cruzar frente a nosotros una camioneta familiar tripulada por dos chicas, recibieron la orden de orillarse para ser revisabas a detalle; con evidentes síntomas de embriaguez descendieron con ayuda del personal de SSP, puesto no podían estacionar el vehículo. Ellas eran casi niñas.
Después, un par de jóvenes montados en una motocicleta deportiva, fueron parados en seco para que se les retirara la unidad. Ninguno de ellos portaba casco.
De esta manera, fueron cayendo como fichas de dominó joven tras joven bajo el factor común: el alcohol.
El doctor Musquis me preguntó si esperaba a alguien ahí, y al comunicarle mi deseo de obtener un taxi, me sugirió tomarlo en la calle Zamora.
De camino a dicha calle, me puse a pensar en la necesidad de difundir que los accidentes viales han alcanzado el grado de “Problema de Salud pública” debido al creciente número de muertes causados por el factor común que es el alcohol y las drogas.
Hay personas que tienen secuelas durante toda su vida, hay familias que se quedan sin un miembro de la misma por esta razón, así como un número alto de personas inocentes que estaban en el lugar y momento equivocado.
Al llegar a Primo Verdad, el tráfico no cesaba y estaba en aumento justo con el entronque del callejón de Mata, mejor conocido como el Callejón del Mión, y créame que si cruza en viernes por la noche entenderá cómo se ganó esa denominación a pulso.
Al entrar por los locales del frente, cuatro mujeres con apariencia de amas de casa, platicaban acerca de chismes vecinales mientras una de ellas hacía señas al aire.
Una pareja se retiraba de los antros cercanos seguida por una pequeña niña, que no pasaba de los 10 años. Era la receptora de los ademanes de la mujer que chismeaba en cuarteto. Al parecer, era su madre. La niña literalmente se colgaba del brazo del hombre que se iba con el fin de vender una de las rosas blancas y rojas que tenía en la mano. La pequeña acompañó a la pareja hasta la esquina del edificio Aurora, en donde la pareja tomó un taxi e ignoro si logró vender alguna flor.
Al pasar por su estrecho pasillo, rodeado de jóvenes con camisas desabotonadas y chicas con enervantes perfumes platicando en voz alta sobre muebles de exterior y de diseño, encontré a un niño de aproximadamente siete años, moreno, de cabello maltratado y espino. Éste les pedía a los parroquianos dinero y cuando los bebedores le decían que no, éste les insistía diciendo: “ora, dame algo para comer”.
En las mesas, la botana consistía en Sabritones con bolsitas de salsa Valentina sobre un plato desechable pastelero. El niño, al recibir el premio de consolación, lo repartía entre los otros niños que estaban en el pasillo mientras cuidaban celosamente que ninguna de las mujeres de la entrada los viera.
Casi al terminar y a punto de llorar, vi lo peor: un pequeño de aproximadamente 3 ó 4 años, bebía los sobrantes de las latas de refresco que se quedaban en las mesas, tratándolo de hacer rápido para que no se diera cuenta el mesero. Las pequeñas manos del niño ni siquiera podían sostener bien la lata, que después de haber tomado llevaba a una niña que las doblaba a pisadas y las metía en una arpilla (costal) verde.
Algunos de estos pequeñuelos bostezaban mientras realizaban su tarea. Otros, corrían como echando carreras para ganar a los comensales. Todo esto alrededor de la música, luces, diversión, olor a cigarro, a alcohol, coloridas pantallas de plasma, karaokes y la decoración vintage, barroca, rústica, caribeña y vanguardista, entre las que todos los fines de semana muchos niños tienen que vivir y otros sobrevivir.